jueves, 14 de abril de 2011

Allí, donde tú y yo nunca sabremos.

El aire era fresco, el atardecer empezaba a desaparecer por detrás de esas colinas y el rocío empapaba cada vez más los milímetros que tú y yo no ocupábamos en ese pequeño jardín de las delicias que descubrimos aquella lejana tarde de invierno...


Los roces de nuestras furtivas miradas se encarnaban en besos invisibles que cada uno de nosotros sentíamos a nuestra manera: primero frio, luego doloroso y finalmente, apagado. Nuestras manos eran imanes de lo extraño y las luces de la ciudad se fundían en el crepúsculo de tu mirada, ese crepúsculo que solo yo podía ver...

Las gotas se deslizaban insistentemente por nuestras chaquetas y nuestros ojos pestañeaban con los pequeños resquicios de amor divino que caían de nuestra confidente, la Luna. Todo pasaba muy rápido: me mirabas, te miraba, nos mirábamos, nos dejábamos de mirar... y nos besábamos otra vez.


La última mirada dijo más de lo que yo llegue a comprender; era una mirada de despedida, de pena, de dolor, pero también era una mirada de esperanza, de alivio, de amor... Era nuestra mirada, esa que nadie más que nosotros podía entender; nuestra mirada, tu mirada.
[...] los ecos de mis gritos no se apagan y pienso que esta colina y estas luces de neón pueden ser lo único que quede de ti; física y moralmente.

                                                                   ¿Porque gritaba?
                                                                      Lo sé y tú no,
                                                                     no preguntabas,
                                                                       tú nunca, no.

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Resquicio de nuestros gritos.